Por Francisco Diaz Bretones, Universidad de Granada
Mientras escribo este artículo no olvido que sí, que yo también soy uno de los cientos de miles de españoles que, de la noche al día, hemos pasado a ser teletrabajadores. Que hemos cambiado la oficina, el laboratorio o el aula por el salón, el dormitorio o incluso la cocina de la casa. Sin más transición ni explicaciones que la publicación fulminante de un Real Decreto.
El teletrabajo no es nada nuevo. Se calcula que en la Unión Europea el 5 % de la población activa teletrabaja normalmente al menos un 25 % de su jornada (4 % en el caso de España). Aprovechan la flexibilidad temporal y espacial que les ofrece. Y hacen bien.
Por otro lado, en las circunstancias de la actual pandemia, resulta obvio que el teletrabajo ha permitido que muchas organizaciones (financieras, administrativas o educativas) puedan continuar con su actividad y que miles de personas mantengamos nuestros puestos de trabajo –a diferencia de otros muchos que temporalmente (esperemos) lo han perdido–. También estoy convencido que el teletrabajo nos hace más llevadero el largo día confinado, evitándonos estar demasiado atentos a las noticias negativas que todos los días nos entran sin pedir permiso.
No obstante, tampoco hay que olvidar que, a pesar de estas ventajas, aquellas personas que teletrabajamos estamos más expuestas a una serie de riesgos y efectos perniciosos (psicológicos, sociales y de salud) a los que tendremos que enfrentarnos.
El riesgo de auto-explotación
¿Estuvo teletrabajando el pasado domingo? ¿Lo hizo algún día esta semana después de las 9 de la noche? Si es así, no hace falta entrar en pánico, probablemente muchas otras personas lo hacían también. Cuando el teletrabajo transforma espacios de la vida privada en lugares de actividad laboral, corremos el peligro de que nuestra jornada se extienda hasta límites insospechados, con una total falta de control de su duración. El teletrabajo puede traernos nuevas formas de explotación. En muchos casos, auto-explotación.
No es que me oponga o no esté de acuerdo con el teletrabajo. Todo lo contrario. Creo firmemente en las posibilidades y libertad que estas nuevas formas de trabajo nos ofrecen. Pero desde el campo de la salud ocupacional sabemos que también introducen nuevos riesgos en nuestras vidas, especialmente porque caminamos hacia una sociedad de trabajo de 24 horas donde un horario regular de trabajo (de 9 a 18, por ejemplo) corre el riesgo de convertirse en una rareza.
Activación permanente y aumento de la brecha digital
Además, el teletrabajo nos puede generar otros inconvenientes. A saber: activación permanente, incremento de tareas y demandas laborales cada vez más complejas, contaminación de nuestras relaciones familiares y personales, soledad y falta de apoyo de otros compañeros… Sin olvidar el aumento de la brecha digital entre clases socioeconómicas – con o sin acceso a la tecnología– y generaciones –jóvenes nativos que nacieron en esta era tecnológica frente a los más mayores, “inmigrantes digitales”, que tuvimos que migrar hacia estos nuevos territorios–.
Todos estos riesgos pueden perjudicar nuestra salud provocando, en principio, estrés (tecnoestrés) y agotamiento. Que luego tienen implicaciones sobre la salud física (problemas cardiovasculares, trastornos músculo-esqueléticos por las largas jornadas frente al ordenador, desórdenes gastrointestinales por la ruptura de ritmos de comida) y psicosocial (depresión, ruptura de relaciones sociales y familiares, aislamiento, soledad).
Prevenir los riesgos del teletrabajo
La defensa y prevención de estos riegos debe pasar por un cambio en la forma de entender el trabajo, tanto por parte de las organizaciones como de nosotros mismos. Teletrabajar no es sustituir la oficina por la casa sin más (según una óptica industrial del siglo XIX). Debe implicar diversas adaptaciones organizativas, legales y conductuales.
Algunas de las acciones individuales que deberíamos implementar podrían ser:
1. Cambiar nuestra concepción de disponibilidad constante.
2. Limitar de manera consciente el tiempo de trabajo estableciendo y respetando horarios de descanso.
3. Controlar el acceso a grupos de trabajo en redes sociales.
4. Separar espacios físicos de trabajo en nuestra casa de otros privados.
Asimismo, convendría introducir cambios en nuestros hábitos sociales, tales como incrementar el intervalo de tiempo de consulta de mensajes entrantes, o desarrollar estrategias de afrontamiento hacia las demandas laborales y organizativas. En otras palabras, priorizar actividades y aprender a decir “no” sin que ello nos genere problemas de remordimiento o frustración.
Al mismo tiempo, las organizaciones y gobiernos deben asumir su responsabilidad promoviendo el teletrabajo de una manera responsable, respetando los tiempos y días de descanso y asesorando y dando pautas a los empleados para gestionar estas nuevas formas laborales.
Ningún cambio es inmediato, pero estoy convencido de que modificando y adaptando hábitos personales, sociales y laborales podremos practicar de manera saludable estas nuevas formas de trabajo. Formas que, a diferencia de este estado alarma, han venido para quedarse en nuestras vidas.
Francisco Diaz Bretones, Profesor titular de Psicología Social. Responsable del grupo e investigación WISE (Wellbeing for Individuals, Society and Enterprises), Universidad de Granada
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lee el original.