Un viaje puede ser concebido por diversos propósitos, como el descanso, la diversión, la aventura o el enriquecimiento personal, entre otros. Cuando salimos de nuestra zona de confort experimentamos emociones que nos provocan estímulos, lo cual consideramos habitual y casi inevitable. ¿Quién no sentiría un subidón de adrenalina al contemplar Machu Picchu o las majestuosas pirámides de Egipto?
Sin embargo, el nivel de sensibilidad de determinadas personas ante dichos estímulos puede ser perturbador, podríamos decir que la belleza les sobrepasa. En estos casos particularmente extremos es cuando hablaríamos del curioso síndrome.
Su origen se remonta al año 1817, cuando el escritor francés Henri-Marie Beyle, que utilizaba el sobrenombre de Stendhal, viajó a Florencia movido por su grandiosidad y sus maravillosas obras renacentistas. Razón no le faltaba, pues la metrópoli italiana es quizás la ciudad del mundo con más muestras de arte por metro cuadrado: la Catedral de Santa María del Fiore, la Galería Uffizi, el Puente y el Palacio Viejo, la Basílica de la Santa Cruz y un sinfín de joyas repartidas por sus rincones.
Henri se encargó de describir en sus textos las incontrolables sensaciones que sufría desencadenadas al admirar los espectaculares tesoros de la urbe. La reiteración de estas abrumadoras emociones, exteriorizadas en modo de sudoración excesiva, sofocación, mareos, agotamiento, taquicardias, vértigos e incluso desvanecimientos, fue documentada por los especialistas de la época. El diagnóstico que recibió hacía referencia a un “empacho de arte”.
Habría que esperar hasta 1979 cuando la psiquiatra florentina Graziella Magherini, tras acoger más de un centenar de casos similares en el Hospital de Santa Maria Nuova, acuñara y categorizara este cuadro como el Síndrome de Stendhal.
El mismo podría definirse como una reacción psicosomática y corporal provocada por una exposición muy intensa en un corto espacio de tiempo a obras de arte. En los procesos más severos podrían darse cuadros de amnesia, paranoia, crisis de pánico y alucinaciones.
Emocionarse al ver una pintura de Pablo Picasso, observar una escultura de Michelangelo, escuchar la 5ª Sinfonía de Beethoven, reír o llorar ante una sugerente película o simplemente gozar de un paraje natural incomparable es una reacción muy común en la raza humana. El problema ocurre cuando se sobrepasan esos límites lógicos y se producen sensaciones incontrolablemente intensas ante la belleza de piezas artísticas que turban severamente nuestro ánimo.
Aunque la mayoría de los profesionales de la psicología moderna reconocen este trastorno, aún hoy existe controversia al respecto, ya que unos hablan de patología y otros de sugestión artística. Después de su reconocimiento a finales de los 70’ y el aumento exponencial de los vuelos internacionales y a Florencia en concreto, el número de casos reportados creció considerablemente, lo que conllevó a bautizar el trastorno como Síndrome de Florencia.
Uno de los puntos de disputa afirma que es la misma ciudad la que se ha encargado de difundir su existencia con el fin de conseguir una mayor afluencia de viajeros. Parece que la polémica está servida y aún queda mucho que descubrir al respecto.