Ya paso más de un año y aún recuerdo el día en que me fui como si fuera hoy.
No había pensado lo que significaba mudarme de la casa donde vivíamos desde hacía cuatro años hasta que tomé la primera caja y me di cuenta de que todo (o mejor dicho, algo más que simplemente guardar mis cosas) no sería tan sencillo como había creído.
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Lloré y guardé al mismo tiempo, como si se tratara de la misma acción. No reparé en nada, ni planifiqué qué me convenía que fuera con qué. Guardé con rezongo, con la bronca de que no pudo ser, pero la convicción de que era lo mejor.
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Me tomó mucho tiempo dentro de la relación darme el espacio y el tiempo para escucharme, sentir y reconocer que eso que estaba construyendo no motivaba mi mejor versión de mi misma. Me tomó tiempo asumir que lo que quise no fue; que lo que deseaba no se correspondía con lo real; y, sobre todo, que merecía algo mejor.
Porque creo que uno puede acostumbrarse a casi cualquier cosa, incluso al dolor. Y aunque nos quejemos, muchas veces tenemos la solución delante pero por miedo permanecemos ahí, en la incomodidad de lo conocido.
Por eso hoy creo que dejar a mi novio fue una de las mejores cosas que pude hacer en la vida. No porque no lo quisiera, sino porque me escuché y elegí quererme más. Porque elegí salir del lugar de comodidad y arrojarme a lo desconocido. Porque decidí perder “lo seguro” y animarme a encontrarme conmigo, con la soledad también y con la angustia que genera.
Fue lo mejor porque me acercó a mí misma y me llevó, como de la mano, por un camino de autoconocimiento que, aunque a veces no es fácil, es pura ganancia para mí.
Fue lo mejor porque me animé a asumir que merezco todo lo bueno, y a dejarme fluir para que el universo lo acerque a mi vida.