* Por Lucas Peverelli, socio director de Business & Sustainability
En los 80’, algunos hoteles en Estados Unidos promovían el uso compartido de las toallas con la excusa de cuidar el ambiente cuando, en realidad, lo hacían como un modo de usar menos el lavarropas. Ese se considera el primer caso de greenwashing en el mundo, un fenómeno actual que puede hacer mella en los esfuerzos sostenibles de las organizaciones. El vicio surge de una virtud: se logró pleno consenso en el valor de la sustentabilidad y ahora algunos dicen ser más “verdes” de lo que realmente son.
Cuatro de cada cinco usuarios están cambiando sus preferencias de compra basados en la sustentabilidad, según un informe de Capgemini en 2020. El problema es que muchas veces no pueden identificar si las consignas referidas al tema que están “comprando” son reales o falsas: el 53% de las personas no logra diferenciar si lo que se dice es cierto respecto al cuidado ambiental del producto o si se trata de greenwashing, según una encuesta de Euroconsumers, una organización privada que realiza estudios de mercado.
Las mentiras en el discurso verde puede tener consecuencias graves para las empresas, al afectar directamente el nivel de confianza de sus consumidores finales: dudar sobre un producto o servicio es una camino de ida a perder participación relativa en el mercado. En ese sentido, la proactividad de las organizaciones para medir y demostrar el impacto que generan se transforma en un valor distintivo para aquellas que realmente están comprometidas en este camino.
Las calificaciones de terceros sobre factores Ambientales, Sociales y de Gobernanza (ASG), la medición de impacto y hasta el análisis de un ciclo de vida de un producto comienzan a irrumpir con más fuerza en el mundo de los negocios. El objetivo es demostrar que el valor creado por la organización en términos ambientales y sociales es verdadero, relevante y coherente con el modelo de negocio que lo impulsa.
Una de las agencias de publicidad más grandes del mundo, WARC, lanzó su Hub de Sustentabilidad y publicó una “Guía para el marketing de las cero emisiones”, donde como primera tendencia marcó evitar el greenwashing. Entre las recomendaciones sugiere reducir la contaminación en la fabricación, el packaging y la distribución, llevar adelante compromisos públicos y fomentar hábitos “verdes”. La medición y la comunicación de estas acciones son fundamentales para que los clientes finales puedan distinguir entre las empresas comprometidas y las “greenwashers”.
Y resulta lógico que así suceda. Los cambios en las preferencias de los usuarios -que ahora buscan lo sustentable- vienen con la necesidad de los ciudadanos de entender la forma en la que fueron elaborados esos productos y los objetivos hacia el futuro que tiene cada empresa, en particular, sobre su accionar ambiental y social. Esa información condiciona la elección final del consumidor, que reclama con más fuerza datos duros; el espacio para mensajes ambiguos es cada vez más chico.
En Inglaterra son conscientes de este riesgo y, por eso, crearon la Advertising Standards Authority (ASA), un organismo público que toma medidas contra la publicidad ambiental engañosa y socialmente irresponsable. Además de sancionar, también tiene un rol de soporte y consulta para las diferentes industrias.