Empieza el mes de enero en Delhi. Amanece y los primeros rayos de sol despuntan en el horizonte anunciando un día cálido. Los barquinazos del colectivo y los incesantes bocinazos de los automóviles y motonetas impiden cualquier intento de dormir.
Me decido a observar por la ventanilla el paisaje que va prendiéndose coloridamente en mi retina. Transitamos por una carretera angosta, llena de baches. A pesar de las bruscas maniobras, pareciera que el conductor sólo consigue elegir los pozos en lugar de esquivarlos.
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Como ocurre casi siempre en estos medios de transporte, un aprendiz más joven acompaña al conductor. Su tarea es viajar colgado de la ventanilla, golpeando la puerta con la mano y silbando agudamente cuando el vehículo se aproxima a un peatón. Con el torso fuera de la ventanilla, da avisos al conductor. Incansable, gesticula, golpea la puerta y grita a viva voz pidiendo que abran paso.
Con los años, este joven será un chofer que a su vez seguirá transmitiendo los secretos del oficio a otro que, como él, mantendrá viva esta profesión con todas sus particularidades.
El paisaje es rural; las áreas sembradas permiten observar cómo las mujeres ya comienzan a inclinarse sobre los sembradíos para emprender el trabajo cotidiano. Su andar es lento, a pesar de que se observa un dejo grácil en los movimientos de estas labriegas de juventud efímera.
Mujeres y niños por un lado, hombres por otro, se higienizan en cuanto cauce de agua nos cruzamos. Los primeros rayos de luz anaranjada refractan a través de las gotas de rocío, formando pequeños arco iris de suaves colores.
La imagen rural deja paso al formato urbano. Construcciones de diversos estilos van surgiendo entre grandes cantidades de personas que parecieran haber acordado salir en forma simultánea a las calles.
Paredes muy extensas de color blanco verdoso tapizadas de especies de tortas de estiércol de vaca, colocadas allí para secarse. Estas luego se transformarán en una de las principales formas de energía del país.
Muchas mujeres amasan esas tortas que alimentarán hornos y cocinas, con ayuda de niñas aprendices, que seguramente, seguirán haciéndolo cuando sean mayores, de acuerdo con su casta social.
Construcciones más suntuosas conectan con imágenes de una India victoriana. Las avenidas se ensanchan y el tránsito se torna caótico. Aparece un rostro imponente: tez morena, un turbante blanco que le cubre la cabeza y una importante barba negra, cuidadosamente peinada en forma ascendente y adherida a las mejillas con alguna sustancia pegajosa.
Me imagino a un poderoso maharajá y preferiría verlo sobre un imponente elefante enjaezado con adornos dorados. Me causa una alegre sorpresa observarlo erguido sobre una motoneta celeste.
Detrás de él, abrazada a su cuerpo, viaja una niña de grandes ojos negros vestida con sarí brillante. Más atrás, en una especie de extensión del asiento del vehículo que los transporta, una mujer también se aferra con fuerza para no caer.
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La voz de Bijai, nuestro guía, anuncia en un inglés poco fluido que estamos pasando frente a un colegio importante. Hay alumnos de distintas edades en el parque de la institución escolar, sentados en el suelo formando círculos bajo los árboles, con las piernas cruzadas y escuchando al maestro con atención.
La imagen es clara: enseñar en círculo, en contacto con la naturaleza, aplicando la enseñanza de boca a oído: se evidencian antiguas formas de relación alumno-maestro.