Por Juan Segundo Clavijo*
Como colaborador de Aquí Estoy, he notado que muchas de las personas que acceden a la plataforma en busca de contención emocional nos comentan que están experimentando altos niveles de ansiedad. Como psiquiatra, quiero profundizar y compartir mi opinión sobre este tema, que parece estar afectando a una gran parte de la población debido a las situaciones extraordinarias que estamos transitando a nivel global.
En este difícil tiempo de distanciamiento social obligatorio, mejor conocido como cuarentena, en el contexto de una pandemia que ha tomado desprevenido al mundo entero, nos vamos encontrando tarde o temprano con la respuesta adaptativa acorde a toda amenaza: la respuesta de alerta, provocada por nuestro instinto de supervivencia.
Se trata de un “seteo” biológico ancestral que compartimos con nuestros hermanos del reino animal, una respuesta adaptativa que descarga hormonas del estrés, principalmente adrenalina y cortisol. Esta respuesta de alerta tiene un objetivo claro: salvarnos del peligro. Surge desde lo físico-biológico y repercute en todas las dimensiones de una persona: el cuerpo, lo psíquico-emocional, lo espiritual y lo social.
Es una respuesta adaptativa esperable que ayuda para adaptarse al entorno y que, en principio, no tiene repercusiones dañinas para la salud. Por ejemplo, si nos encontramos en una situación de peligro (cerca de un animal peligroso o al borde de un precipicio), la descarga de hormonas nos ayudará a pensar y actuar con mayor velocidad para salvar nuestra vida. Pero si nuestra percepción del peligro se prolonga y la respuesta de alerta se mantiene activa por demasiado tiempo, esta se cronifica, pudiendo generar un daño o desgaste para la salud física y psíquica.
Podríamos afirmar que no solo es esperable, sino también saludable, que hoy estemos todos con niveles de estrés más altos de lo habitual. Traducido: estamos alertas, ansiosos, tensionados, preocupados, evaluando riesgos, tratando de anticiparnos, tal vez tristes o angustiados, y muy posiblemente temerosos de nuestro futuro.
Para lograr que la propia respuesta no se torne contraproducente (muchas respuestas de nuestra naturaleza pueden, en distintas situaciones, volverse más costosas que las causas que las desencadenaron), es que necesitamos tomar el mayor control posible de nuestra propia reacción, e intentar canalizar sus beneficios a nuestra conveniencia.
Se vuelve esencial moderar, limitar y compensar nuestra propia respuesta al estrés. Se trata de que nuestro nivel de ansiedad (ese motor orientado a la anticipación de lo que creemos que va a suceder) sea funcional y provechoso.
Nos sirve que la ansiedad nos avise que tenemos que tener nuevos cuidados y nos permita una mayor energía para realizarlos, pero de nada nos es beneficioso estar sufriendo por anticipado tragedias que no ocurrieron, ni sabemos si van a suceder, quedarnos despiertos en la noche, para repasar cálculos imposibles de contrastar con un futuro incierto, para luego estar cansados y malhumorados…
Solemos pensar que lo contrario de la ansiedad es la tranquilidad, o la calma. Así, buscamos cómo encontrarla a través de distintas prácticas, algunas antiguas, otras novedosas, que hoy todos los especialistas estamos recomendando en las redes sociales: yoga, mindfulness, meditación, ejercicio físico, rutinas, orden y planificación, contacto con el sol o la naturaleza, etc.
Sin dudas todo esto es importante y pueden ser prácticas muy potentes para combatir nuestra ansiedad. Sin embargo, todas ellas juntas y bien realizadas pueden ser insuficientes frente a una mente que sigue registrando y leyendo como peligroso cada acontecer. Pocas cosas tan potentes como nuestra mente.
A veces pienso que esas prácticas, en este tipo de contextos, son como intentos de apagar con baldes de agua un fuego encendido al final de un tubo abierto de gas. Podremos apaciguar la llama, pero sin cerrar la llave, el fuego no se extinguirá.
Lo contrario de la ansiedad entonces, es algo mucho más complejo, y en tiempos como este, pienso, incluye no solo prácticas sino también actitudes como la confianza.
La confianza surge de la esperanza de quien sabe encontrar signos positivos aun en la adversidad. La confianza surge del que tiene fe en su porvenir, en sus capacidades, en su buena estrella o en su Dios. La confianza brota cuando estamos dispuestos a abrazar lo inevitable con la seguridad de que podremos atravesar lo que la vida nos propone, sin escapar al dolor ni negar la dificultad.
Esta compleja actitud, si la logramos conquistar, despierta nuevos sentimientos de bienestar y nos brinda calma, paz, y nuevas lecturas para ya no solo leer en la actualidad lo amenazante, sino también para aprender de ello y encontrar también oportunidades.
Practica entonces no solo la respiración y la relajación que te ayuden a contener y bajar el estrés, practica también la confianza como actitud profunda y sanadora. Ayuda mucho a esto la relación que tenemos con lo trascendente o divino. Puede ser muy útil hablar y pedir consejo a los mayores o quienes consideramos sabios: aquellos que por edad y experiencia pueden calibrar mejor el peligro y avizorar con más nitidez los futuros probables.
Y por último, recomiendo el cultivo del agradecimiento como forma de poner el foco en lo bueno presente y pasado, de generarnos bienestar y especialmente de conectarnos con nuestras reservas emocionales para hacer frente positivamente nuestros propios desafíos particulares dentro de este gran desafío común que compartimos como humanidad.
*Juan Segundo Clavijo es médico psiquiatra y colaborador de Aquí Estoy.