Estamos en una época de profundos cambios de estructuras sociales. Una verdadera etapa de modernidad líquida, como lo ha definido Sygmund Bauman. La velocidad de este proceso frecuentemente nos toma de sorpresa, y el desconocimiento de la historia dificulta entender las causas generadoras de estas transformaciones. Conocer el proceso histórico en su totalidad permite comprender mejor el sufrimiento acumulado y la necesidad de cambiar.
Uno de los modelos de organización social que se resquebraja aceleradamente es el patriarcado, un sistema predominante en casi todas las culturas.
Desde hace milenios, los gobernantes y sus grupos de poder, expresando el pensamiento patriarcal vigente, lograron imponer un modelo de organización social que priva de libertades a más de la mitad de la población mundial, las mujeres. Entre estos grupos poderosos se destaca la participación de las principales religiones, cuya historia y práctica está interpretada y dirigida por hombres en forma exclusiva. Basta ver los ejemplos presentes en los libros religiosos cuyos textos, lejos de proponer un pensamiento igualitario, justifican las diferencias insalvables entre ambos colectivos.
La calificación de la mujer como un ser inferior, sumada a la idea de una supuesta inclinación al pecado mayor que en el varón, llevó al punto de justificar el sometimiento y el castigo, naturalizando una situación que permaneció durante generaciones y se mantiene en la actualidad.
La periodista e investigadora Montserrat Barba Pan, en su artículo Las cazas de brujas, estima que nueve millones de mujeres fueron víctimas de un genocidio en Europa y EEUU a lo largo de los siglos XVI y XVII, acusadas de brujería. Afirma que se ha logrado rescatar la verdadera historia que se esconde detrás de la caza de las llamadas brujas: el nacimiento de un nuevo sistema económico, el capitalismo. Un momento en el cual el estado y la iglesia se aliaron para imponer una rígida moral y un régimen que les permitía apropiarse de las tierras y haciendas ajenas. Por este motivo también se lo recuerda como una etapa de acumulación originaria.
De esta forma, las mujeres curanderas, profetas y artesanas fueron convertidas en sospechosas por atreverse a desafiar el orden instaurado. Las que tenían liderazgo también eran perseguidas y acusadas sin pruebas, para ser ejecutadas en público y así intimidar a la sociedad. Si habían enviudado se las acusaba de hechiceras o brujas y se las ejecutaba con el fin de apropiarse de sus bienes.
La profesora e historiadora Silvia Federici, en su libro Calibán y la bruja, nos dice que “la herejía y la brujería eran supuestos delitos instaurados por la misoginia. Fue una persecución feroz que duró dos siglos y que constituye un punto decisivo en la historia de las mujeres”.
Lamentablemente, esas mujeres que trataron de oponerse al rígido patriarcado no pasaron a la historia como personas con valor, independencia y sabiduría sino como encarnaciones demoníacas. Desde entonces, cuentos infantiles, relatos, historias y películas continúan usándose para mantener viva una imagen de personas que merecerían ser consideradas heroínas en lugar de brujas. Con esos relatos se mantiene una memoria colectiva cargada de condicionamientos que se manifiestan habitualmente en actitudes inapropiadas.