Por Ana Kiernicki*

De pequeña soñaba con cambiar el mundo. Cuando me preguntaban qué quería ser de grande, respondía que quería “hacer un mundo mejor”. Al pasar de los años fui descubriendo que “cambiadora de mundo” no es una profesión.

Hace unos días me encontré con un documental en Netflix: “Cómo cambiar el mundo”. Narra la primer misión de un grupo de activistas canadienses en 1971. A bordo de un barco de pesca, buscaban detener los ensayos de una bomba atómica de Nixon en Alaska. Así nacía el movimiento ambientalista que hoy conocemos como Greenpeace.

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“Nos atormentaba por dentro que la humanidad fuera capaz de dañar tanto al mundo aún sin guerra”, dicen. Naturalmente, llamó mi atención la lista de reglas que supuestamente tienes que seguir para poder cambiar el mundo:

En los años 70 no existían las redes sociales donde se viralizan imágenes, pero este grupo de ecologistas pacifistas ya comprendía el concepto, al que llamaban “bombas mentales”. Usaban su cámara de fotos como arma para obtener imágenes en sus viajes en barco. Confiaban en el poder de las fotos y los medios de comunicación como herramientas para el cambio social. Fotografías que puedan transformar conciencias.

Si una idea se viraliza pero no se realiza ninguna acción en consecuencia, difícilmente se pueda cumplir un objetivo. Es necesario tomar acción. “Si vamos a cambiar el mundo, ¿vamos a arriesgar algo? Si es posible, hagámoslo”.

“Témele al éxito, porque puede envenenar la esencia de lo que intentabas hacer”. Una vez que se tomó acción y las personas empiezan a percibir un cambio real, es cuando más se debe mantener la esencia de lo que motiva ese cambio. Hay muchos intereses cruzados y en la vorágine de la fama y el éxito se puede perder el norte muy fácilmente.

El activismo es desordenado. Las auténticas revoluciones nunca fueron organizadas. Cuando el fenómeno social se dispara, deja de depender de unas pocas personas. Es en el caos que se da la revolución que cambia al mundo.

Para cambiar el mundo es necesario comprender que somos parte de algo mucho más grande que nosotros. Al final tendremos que dejar ir el poder que obtuvimos en el proceso, para que el cambio sea sostenible a lo largo de las generaciones y de todo el planeta.

Si me hubieran contado estas reglas de niña, tal vez hubiera comprendido mejor todo lo que implica cambiar el mundo. De todo lo que aprendí mirando el documental, comparto la reflexión que más me gustó:

“Mi existencia separada es una ilusión. La ecología es flujo. Tú y yo somos parte del flujo. Todo lo que hacemos afecta al flujo y viceversa. No importa realmente lo que haga. No me juzgues por mis palabras que son muchas, sino por mis acciones que son pocas. Porque si esperamos que los sumisos hereden la tierra, no va a haber nada que heredar”.

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Si llegaste hasta aquí, seguro tu también hayas soñado alguna vez con cambiar el mundo. Te invito que conozcas esta increíble historia que impulsó al movimiento ambiental moderno y descubras por qué es tan importante que todos formemos parte del cambio.

* Ana Kiernicki es estudiante de biología de la facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la UBA (Argentina), buzo de PADI, y cofundadora de "Ahora qué?", un espacio de formación y reflexión sobre cambio climático.