Desde finales del siglo pasado y comienzos del siglo XXI, América Latina intensificó el proceso de extracción de materias primas, dando una respuesta al aumento de la demanda en los países industrializados, fundamentalmente en China. Este modelo económico que orienta a la economía hacia actividades de explotación de la naturaleza para la obtención de recursos no procesados, y en el que se observa el papel protagónico del Estado, se ha denominado por los intelectuales como neo-extractivismo. A diferencia del extractivismo convencional, los gobiernos de izquierda de estos países aprovecharon la ocasión para intensificar el control sobre la explotación de recursos naturales, reivindicando la soberanía nacional sobre estos. Los ingresos adicionales se utilizaron generalmente para financiar programas de desarrollo y otras iniciativas sociales, combatiendo el desempleo, la pobreza y la exclusión social.
Este modelo, en el que más personas tienen acceso a la educación y al sistema de salud y donde disminuyen considerablemente los índices de pobreza, aparece como una gran oportunidad de crecimiento en un contexto donde el valor de las materias primas cotiza en subida. No obstante, muchos críticos han recordado que esta caracterización oculta ciertos aspectos del mismo: los daños irreversibles causados a los ricos ecosistemas y a los pueblos indígenas y comunidades campesinas que habitan en ellos. Así, en Perú el gobierno de Ollanta Humala se ha planteado explorar reservas de gas en los territorios indígenas; en Uruguay, el presidente Mujica promovió un proyecto de megaminería de hierro a cielo abierto; en Bolivia, el gobierno de Evo Morales enfrenta la resistencia indígena por su determinación de construir una autopista que atravesará un parque nacional y territorios protegidos en los que subyace un enorme potencial minero; y en Ecuador, el presidente Correa anuló la decisión que impedía la explotación petrolera en el parque Yasuní, en la Amazonia de Ecuador.
Desde esta perspectiva, el neoextractivismo supone una continuidad del modelo de desarrollo económico hegemónico instaurado en los países del Sur en la época colonial. Y su grado de novedad no sería mayor que el de las propuestas desarrollistas de los años cincuenta, que sostenían una fe ciega en el crecimiento económico como indicador del desarrollo y en la intervención estatal como palanca para tal crecimiento. Mientras los defensores del modelo perciben en el nuevo papel protagónico del Estado un avance de las sociedades frente al mercado, las perspectivas más críticas señalan un proceso inverso en el que las sociedades de Latinoamérica se verían afectadas profundamente por las prácticas que despliegan estas estrategias extractivas.