Por Juan Carlos Villarruel*
El maíz es el alimento central de la cocina mexicana. Desde tiempos precolombinos, los pueblos originarios lo domesticaron y lo adoptaron como base de su alimentación, para después compartirlo con el mundo. La sociedad agrícola de la región mesoamericana ha aprendido y compartido prácticas, creencias y cultura en torno a este cultivo en el transcurso de entre 8 mil y 10 mil años.
Se trata de un cultivo que no solo es el centro de numerosos manjares que se pueden disfrutar a lo largo y ancho del país, en una gama casi infinita de presentaciones, sino que forma parte fundamental de la cultura nacional, junto con otros alimentos originarios como el chile, el frijol, la calabaza, el algodón, el aguacate, el amaranto, el chayote y el maguey.
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Luego de ser cosechado, el maíz es sometido al nixtamal (una cocción en agua con cal viva) para formar una masa que, a mano o a máquina, termina convertida en la clásica y versátil tortilla, útil para cualquier forma o sabor de tacos, flautas o enchiladas.
Pero también puede convertirse, entre otras muchas cosas, en chilaquiles, sopes, memelas, tlacoyos o “gorditas”, todas ellas delicias inseparables de los también autóctonos chiles y frijoles, en infinidad de formas de prepararse.
Hablemos de las clásicas gorditas, una pieza de masa de maíz rellena de casi cualquier alimento imaginable, que se puede encontrar en innumerables puestos callejeros en cualquier parte de la geografía nacional.
Entre las más socorridas se encuentran las de chicharrón que, calientitas y acompañadas por una salsa molida en molcajete (mortero de mano), hacen salivar a cualquier mexicano con sólo mencionarlas. Pero, ¿por qué hay gorditas en cualquier parte del país, cuando hay climas tan diversos como el desierto, la montaña, la costa o el altiplano?.
La respuesta es sencilla: los pueblos originarios pasaron miles de años cultivando y experimentando con este alimento que se consideraba regalo de los dioses y centro de las culturas que se desarrollaron en el territorio que hoy corresponde a México.
Lo que es más, todas las culturas ancestrales consideran al maíz como el material usado por los dioses para moldear a los hombres. Por lo tanto, se trata de un cultivo sagrado, del “maná” que compartieron los dioses para el sustento y gozo de los hombres.
Pues bien, ahora estamos en riesgo. Esta inmensa variedad de gorditas humeantes, gracias a la presencia del maíz transgénico, cuya primera aparición en nuestro país –cuna de este cultivo-- documentó Greenpeace México hace ya 20 años en contenedores de alimentos provenientes de Estados Unidos, como consta en el documento Los transgénicos en México: 20 años de resistencia y lucha, recientemente publicado.
Se trata de organismos genéticamente modificados (OGMs), lo cual quiere decir que son plantas cuyo ADN ha sido alterado en un laboratorio para darle propiedades que no pueden recibir mediante las técnicas de reproducción tradicional.
En Estados Unidos, los experimentos para “mejorar” el maíz se deben a compañías privadas, como Monsanto, Pioneer y Dow Agrosciences, entre otras, que lo ven como una simple mercancía de la cual obtener ganancias económicas y no como un elemento central de la cultura, como en México.
Los empresarios que crean maíces transgénicos nos han vendido la idea de que se trata de semillas poderosas, resistentes a plagas, enfermedades y sequías, capaces de producir mucho más grano por hectárea que las variedades comunes, pero raramente hablan de los riesgos.
“El creciente uso de maíz transgénico de Estados Unidos en las tortillas va acompañado de una pérdida de su contenido nutricional y se aleja de la práctica tradicional del proceso de nixtamalización, que consume más tiempo. En consecuencia, hay que preguntarse de qué manera la modificación genética afecta la salud pública”, señala el estudio de Greenpeace.
En la práctica, este tipo de producto no se puede guardar como semilla para el siguiente ciclo, ni resiste tanto como sus promotores ofrecen y sí requiere condiciones específicos, como pesticidas y fertilizantes, que casualmente venden las mismas compañías que los “fabrican” y sobre los que, desde luego, tienen derechos de propiedad.
Por si fuera poco, los OGM o transgénicos, pueden generar esporas que vuelan por el aire, contaminando variedades locales de maíz. Esto provoca varios problemas:
Primero, las compañías dueñas del maíz transgénico pueden obligar a los agricultores que resultaron contaminados a pagarles por esa “producción”, pues su maíz tiene derechos de propiedad. Segundo, se pueden perder decenas de variedades que los pueblos originarios han cultivado desde hace siglos, para adaptarlos a los microclimas de diversas regiones. Tercero, empobrece los cultivos de las diversas variedades, sin que puedan siquiera notarse a simple vista las características de los OGM.
Por eso, en México se ha llevado una larga batalla por defender a las variedades nativas de maíz, en contra de estas grandes compañías y para asegurar que podamos disfrutar, en cualquier momento, de esa sabrosa gordita de chicharrón con salsa molcajeteada en cualquier esquina del país.
* Juan Carlos Villarruel es coordinador de comunicación de Greenpeace México.