En el año 1973, el gobierno militar que estaba en el poder en Brasil ofrecía terrenos baratos y con facilidades de crédito, con la intención de impulsar la agricultura.
Como muchos otros, Antonio Vicente adquirió uno de esos terrenos, a 200 kilómetros de Sao Paulo, a pagar en cuotas. Pero Vicente no se dedicó a la agricultura, sino todo lo contrario.
Sus vecinos lo tildaban de loco: mientras los dueños de todos los terrenos aledaños los desmontaban, destruyendo la fauna y la flora local, para plantar cultivos rentables, él hizo exactamente lo opuesto. Con sus propias manos, comenzó a sembrar diferentes semillas en toda su tierra, plantando una verdadera selva.
Cuando inició su proyecto, nadie lo apoyaba. Cuenta que la gente le decía: "Para qué plantas si no vas a poder comer las semillas, porque la planta tarda 20 años en dar frutos". Pero él estaba convencido de lo que hacía. "Voy a plantar estas semillas, porque alguien plantó las que estoy comiendo ahora. Así que las plantaré para que otros las coman".
Uno de los momentos decisivos que llevaron a Vicente a plantar una selva con sus propias manos fue cuando vio desaparecer los recursos hídricos de las tierras en las que pasó su infancia: "Cuando yo era niño, los campesinos cortaban los árboles para crear pastizales y por el carbón. El agua se secó y ya no regresó".
Para poder comprar sus tierras, Antonio vendió su negocio en la ciudad (era herrero), y adquirió 30 hectáreas en una región de montañas bajas, cerca de San Francisco Xavier, una localidad de 5.000 habitantes. En los primeros tiempos vivió en la ciudad, pero eso no fue nada fácil: "Terminé viviendo bajo un árbol porque no podía pagar la renta. Me bañaba en el río y vivía bajo el árbol rodeado de zorros y ratas. Juntando muchas hojas me hice un cama y dormía allí".
Cuando regresó a su tierra, se dedicó de lleno a su tarea. Empezó a plantar, uno por uno, cada uno de los árboles que hoy forman un bosque lluvioso tropical de cerca de 50.000 árboles.
Mientras su selva crecía, Vicente vio como todo el verde desaparecía a su alrededor. Mientras él reforestaba su terreno, cerca de 183.00 hectáreas de bosque atlántico en el estado Sao Paulo fueron deforestadas para dar lugar a la agricultura.
Antonio vive ahora en una verdadera selva, y todo lo consiguió con su propio esfuerzo manual. "En 1973 no había nada, como puedes ver. Era todo un pastizal. Mi casa es más hermosa que lo que ves aquí, pero hoy no podrías tomar una fotos desde ese ángulo porque la tapan los árboles, que son tan grandes", explica.
A su selva, además, han regresado muchos animales. Ahora hay tucanes, todo tipo de aves, un gran roedor llamado apaca, ardillas, lagartijas, zarigüeyas, e incluso están regresando los jabalíes. Hasta hay pequeño jaguar y un ocelote. Pero lo más importante aún es que han regresado los cursos de agua. Cuando compró el terreno, había sólo una fuente, pero hoy hay cerca de 20. Así, Antonio pudo cumplir el objetivo que se había propuesto: salvar el agua para las generaciones futuras.
Lo llamaban loco, pero hoy le agradecen haber devuelto un poco de la vida a ese lugar.