*por Jose Guarnizo para Mongabay LATAM.
La naciente Asomegua (Asociación de Meliponicultores del Guainía), es el resultado de una década de observación de abejas en La Ceiba, una comunidad a orillas del río Inírida y cercana al cerro de Mavicure.
Hace nueve años, Delio de Jesús Suárez Gómez hizo un pacto con las abejas silvestres del Guainía. No era un trato fácil de llevar a cabo porque ni ellas ni él se conocían lo suficiente. La relación era tensa. Cuando se encontraban en los caminos vírgenes del bosque preferían no determinarse: ellas se quedaban en sus colmenas a la retaguardia, en posición defensiva listas para atacar, mientras él intentaba seguir de largo evitando rasgar la escurridiza calma del bosque que las cobijaba.
Por razones asombrosas de la naturaleza, el hombre les propuso a las abejas una suerte de alianza que a los citadinos que van de visita al Guainía les cuesta comprender. Se comprometió a defenderlas de los enemigos de la jungla, como hormigas o abejas nómadas, que suelen llegar a invadir las colmenas durante las noches. Ellas, como contraprestación, le darían miel, un propósito más de vida a la comunidad y un impulso para sus alimentos y frutos.
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Que hasta hoy el pacto esté funcionando a la perfección no quiere decir que el camino haya estado plagado de rosas. Aunque sí de flores con abundante polen. Para que las abejas llegaran, Delio Suárez tuvo que sembrar árboles silvestres que dieran capullos con los que ellas se pudieran alimentar. El proceso de polinización ha hecho de La Ceiba un jardín de mantecos (Myrsine guianensis), sassafras (Aniba perutilis), cocos de mono (Lecythis ollaria) y reventillos (Alchornea triplinervia). Flores amarillas, fucsias, moradas y blancas se mantienen con buen semblante durante largas temporadas del año como si las abejas hubiesen venido a colorear los días tediosos de este lugar de Colombia donde el sol alumbra con crueldad en épocas de verano.
La negociación entre el humano y estos animalitos ha sido un proceso de conocimiento mutuo, de experimentación, de ensayo y error, de método científico y saberes milenarios, más que una fábula de la selva. Solo así ha podido funcionar.
En parte porque las especies de abejas que habitan la Amazonía son complejas: tienen sus propias luchas internas y conflictos con insectos invasores —como hormigas o abejas nómadas—, sus formas de comunicarse, de enviar mensajes, de organizarse, de trabajar. Y hay que estar dispuesto a respetar los tiempos y las reglas de un mundo jerárquico y sorprendente que gira en torno a una complicada sociedad que transcurre dentro de una colmena, y de la que hacen parte una abeja reina, miles de obreras y un número similar de zánganos.
La tierra donde se unieron un tucano y una puinave
Delio de Jesús Suárez Gómez es un indígena de la etnia tucano de 58 años que por forctuna entiende los misterios de la madre tierra. Nació en un pueblo llamado Monfort, un pequeño caserío del departamento del Vaupés, en la frontera con Brasil y que no aparece reseñado en Wikipedia. No tiene recuerdos de su pueblo natal porque con seis meses de nacido lo trajeron en brazos a esta comunidad del Guainía, conocida como La Ceiba, no muy alejada de Puerto Inírida, la capital del departamento. El trayecto en bote entre ambos puntos dura treinta minutos.
Suárez Gómez creció, se hizo líder comunitario y conoció a Silvia Pérez, su esposa y madre de sus cinco hijos. Ella, dice el hombre muerto de la risa mientras la mira de reojo, era nada menos que la famosa princesa Inírida de la que habla la leyenda. En La Ceiba la vino a encontrar. Silvia es indígena puinave, proveniente de un poblado que lleva por nombre Caño Bocón, y que pertenece al corregimiento de Barranco Tigre, de Puerto Inírida.
En sus comienzos el matrimonio tuvo serios problemas de comunicación. Aunque ambos hablaban castellano, en sus propias familias usaban la lengua indígena: en la del hombre, el tucano; en la de la mujer, el puinave. Cuando ella se molestaba con su esposo por algún motivo cotidiano, le hacía los reclamos en puinave para que él no entendiera la dimensión de sus palabras. Él le respondía con frases en tucano para pagarle con la misma moneda. El problema, cuenta la mujer ahora en medio de una carcajada, es que con el tiempo ambos fueron comprendiendo el idioma del otro.
—¡Yo ya no lo regaño en puinave porque me entiende todo!—dice ella mientras saborea un tinto (café) en la cocina de su casa. Un poco más en serio, Silvia Pérez se duele de que las lenguas nativas ahora no se usen ni para regañar al marido. Sus hijos no las aprendieron porque les era más útil defenderse en español, sobre todo para poder estudiar.
Delio Suárez y Silvia Pérez conforman una de las 57 familias que oficialmente están censadas en esta comunidad que se formó a orillas del río Inírida y en las que no solo conviven puinaves y tucanos; también hay parentelas de curripacos y cubeos. Aunque en el caserío solo quedan unas 30 familias, si se tiene en cuenta que las nuevas generaciones se han ido a las grandes ciudades a buscar oportunidades. Este es un lugar al que apenas hace un año llegó la electricidad. Dentro de los conucos o parcelas con los que cada casa cuenta, ahora hay instalado un panel solar que les provee esa luz que toda la vida les fue esquiva.
El difícil camino para sobrevivir
Antes de que llegara el boom de las abejas al asentamiento, en La Ceiba se vivía de la pesca, la actividad más importante, y se cultivaba lo necesario para el consumo del hogar. Yuca brava, piña, guama, marañón, limón, cacao, ají, era lo que más se daba. Pero no mucho más.
Aunque algunas otras familias se han dedicado a las artesanías, venderlas no siempre ha sido fácil. Hace una década no llegaban tantos turistas al Guainía. Las cestas, canastos, aretes y manillas hechas con fibra de palma de chiquichi se quedaban acumulando polvo en las casas.
Esta es una situación que ha venido cambiando con los años. Cada vez son más las personas que ven en las maravillas de este departamento un destino posible. Si en 2016 llegaron 1180 turistas; el año pasado lo hicieron 4627, según los datos recogidos por el centro de información turística en convenio con el Fondo Nacional de Turismo (Fontur).
Delio Suárez sabía que quería hacer algo por su comunidad sin renunciar a la cultura y sin dañar ese bosque que tanto ha respetado. La selva —dice— tiene un dueño, una energía superior que a los hombres les es prohibido profanar. Aunque investigó durante años su territorio, la idea de criar abejas nunca sobrevoló por su cabeza.
Y es que La Ceiba está en una región biodiversa privilegiada. Se ubica cerca de la Estrella Fluvial del Inírida, donde se cruzan los ríos Guaviare, Atabapo e Inírida. Se trata de una zona rica en humedales designada en el año 2014 como sitio Ramsar, de valor internacional, gracias a la abundancia de especies, agua y cultura. Es un portento de la humanidad amenazado por la minería ilegal de oro. En febrero de 2023, la Defensoría del Pueblo emitió una alerta temprana que advertía sobre lo que en Guainía es un secreto a voces: a lo largo y ancho de los ríos hay dragas con las que extraen minerales. Una muestra de ello es que, en julio pasado, el Ejército intervino en Chorromanaca y Laguna Guibo, zonas selváticas del municipio de Inírida, siete unidades de producción minera de donde se extraían al mes 7,5 kilos de oro y seis toneladas de otras materias primas. Todo esto representaba en el mercado negro algo así como 115 000 dólares, según el propio Ejército.
Jaime Cabrera, biólogo e investigador del Fondo Mundial Para la Naturaleza (WWF, por sus siglas en inglés), dice que la riqueza más grande de toda esta región no son necesariamente los milenarios suelos ni la hermosa y variada fauna ni tampoco las increíbles plantas y árboles. Asegura que el mayor tesoro de esta región es la gente. Cabrera se ha convertido en una especie de etnógrafo de las comunidades indígenas de la región: las conoce como nadie. Y es por eso que ve en personas como Delio de Jesús la esperanza de la supervivencia de la Amazonía.
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Las abejas cayeron del cielo
Hacia el año 2010, era frecuente que a La Ceiba llegaran grupos de estudiantes a hacer sus prácticas o sus salidas de campo obligatorias. Observaban anfibios, insectos, aves, peces, suelos, plantas, todo lo que allí brota con prodigiosa espontaneidad.
Pero al indígena le llamó la atención el trabajo silencioso de un par de estudiantes que caminaban monitoreando abejas. Las chicas tomaban nota, hacían informes y hablaban de una gran cantidad de especies propias de ese lugar: 27 en total. Y ahí fue cuando escuchó por primera vez que era posible transferir a estos insectos de la vida silvestre a colmenas hechas por el hombre. Era un tema importante. No se trataba solo de miel, tal vez eso era lo de menos. Delio de Jesús entendió que los humanos dependemos de las abejas para sobrevivir.
Lo que dice la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) al respecto es para tomárselo en serio: “Casi el 90 % de las plantas con flores dependen de la polinización para reproducirse; así mismo, el 75 % de los cultivos alimentarios del mundo dependen en cierta medida de la polinización y el 35 de las tierras agrícolas mundiales”. Las abejas no solo ayudan directamente a la seguridad alimentaria de las personas sino que además son indispensables para conservar la biodiversidad.
El problema es que cada vez hay menos abejas en el planeta. Delio de Jesús, que es un investigador nato, un ambientalista y un observador se dedicó entonces a mirar el comportamiento de las abejas, a leer lo que podía sobre ellas. Con algunas anotaciones y un borrador de proyecto se fue a la ciudad a buscar recursos. Necesitaba que alguien creyera. Se la pasó de oficina en oficina, tanto en Inírida como en Bogotá. Y nadie lo quiso apoyar. Hasta que una profesora alemana que viajaba para Suiza le preguntó que si le autorizaba mostrar su idea a unos amigos de una organización. Y fue en ese momento, cuando corría el año 2010, que apareció la fundación Ricola, una empresa suiza que fabrica caramelos e infusiones a base de hierbas naturales.
El proyecto fue aprobado. Ricola depositó un dinero en la Universidad de Pamplona, de Norte de Santander, con el fin de que se adelantara una investigación denominada “Las abejas sin aguijón como polinizadores alternativos”. A La Ceiba llegó un zootecnista alemán llamado Wolfgang Hoffman. Fueron cuatro años de ubicar con GPS a las abejas, de identificar las especies locales desde su taxonomía, de analizar las mieles y de hacer pruebas. El objetivo del proyecto, del cual hicieron parte inicialmente diez familias, también era introducir a los miembros de la comunidad en los principios básicos de la meliponicultura.
Fueron cuatro años de entender detalles que al final son la clave del éxito en un proyecto como este. Durante aquel tiempo, Delio de Jesús aprendió, por ejemplo, que las abejas del Guainía, como buenas colombianas, madrugan a trabajar. Producto del acompañamiento de Ricola y la universidad de Pamplona, supo también que no todas las abejas servían para el proyecto. De 27 especies amazónicas, solo siete reunían la condición fundamental de no tener aguijón, un aspecto clave pues solo así resultaban inofensivas a los seres humanos. Esas siete elegidas, a su vez, tenían la particularidad de saber armar sus colmenas a pocos metros del suelo.
La idea con todo esto era que Delio de Jesús Suárez construyera colmenas en madera para establecer allí colonias, esas que perviven gracias a la presencia de una abeja reina —la única fértil del barrio, la de cola grande, y alas pequeñas— y que tiene por función poner huevos, producir feromonas y cohesionar al resto de individuos, entre los que hay obreras y zánganos. Las primeras son las que viajan abnegadas en busca de flores para extraer el néctar que luego convierten en miel. Los últimos solo se dedican a comer y a esperar a que la reina —ella es la que decide, por supuesto— escoja a alguno de ellos para aparearse.
Las siete especies que Suárez Gómez comenzó a criar en La Ceiba pertenecen a dos géneros de abejas: Melipona y Tetragonisca. Fue así como las abejas Melipona eburnea, Melipona marginata, Melipona compressipes, Melipona crinita, Melipona titania, Tetragonisca angustula y Tetragonisca plebeia se instalaron en la comunidad como si se tratara de parientes que llegaron para quedarse. Aunque tienen mucho en común, las diferencian características físicas como el tamaño y el color.
Las siete especies también se distinguen por sus insondables y muy diferentes modos de actuar. Las Melipona eburnea, por ejemplo, suelen adornar la entrada de sus colmenas con resina de árboles y pompones de las flores. Básicamente hermosean la puerta de su casa. Este tipo de abejas, que en tucano Delio Suárez pronuncia como meneperia, suelen armar colmenas con unos 2500 individuos, entre zánganos y obreras. Producen en promedio unos 2300 centímetros cúbicos de miel cada tres meses, lo que en cantidad vendrían siendo 23 frasquitos de mermelada de la más pequeña.
Las abejas Melipona marginata, por citar otro ejemplo, se reconocen porque son de pelusa color naranja y amarilla. Delio de Jesús calcula que hay 5000 en promedio por cada colmena. Producen mucha más miel —casi cada dos meses—, pues cuentan con más obreras que zánganos. Son las más disciplinadas y agresivas, aunque no lo suficiente como para hacerle daño a un humano. Las siete especies también tienen en común que producen una miel de excelente calidad.
El comienzo de la producción
Todo ese mecanismo tan natural y asombroso comenzó a funcionar en cajas construidas por Delio de Jesús Suárez a las que había que observar día y noche. Este hombre, junto con varios paisanos, aprendió entonces a esperar los tiempos de las abejas, a saber el momento exacto en que podía llevarse a una reina juvenil para el nuevo palacio de madera que le había construido, de modo que detrás suyo se fuera todo el séquito de súbditos. De esa forma es que la ungida podía seguir liderando la colmena por al menos tres años. Ese es el tiempo que vive una reina.
Pero, además, había que ayudarles a los miembros de la colonia a defenderse de los invasores. En las noches, abejas nómadas oriundas de la zona que se reconocen por ser de un color negro brillante, suelen llegar en gavilla para asaltar los enjambres. Lo primero que hacen es soltar un ácido en el ambiente y buscar a la reina para degollarla con sus tenazas largas, como si se tratara de una guerra para apoderarse de un imperio. Suárez Gómez tuvo que aprender técnicas para adelantarse a la fatalidad y salvar la vida de sus aliadas. En muchos casos lo lograba simplemente espantando a las invasoras; en otros, matando a algunas de ellas con trampas hechas con lona.
Cuando apenas se estaba conformando una colmena, el indígena tucano también tenía que ayudarles a las abejas con varias tareas para que no les costara tanto producir las primeras gotas de miel; por ejemplo, dejándoles vasos llenos de agua con azúcar. Es una especie de cuota inicial que ellas necesitan mientras logran adaptarse a su nuevo trabajo.
También aprendió a combatir a las hormigas para que no se treparan a las cajas de madera; estudió, a su vez, la manera más sofisticada para evitar que las colmenas se llenaran de hongos usando las mismas maravillas que la naturaleza ofrecía: conseguir ácaros capaces de eliminar microorganismos dañinos y hospedarlos en las colmenas, convirtiéndolos en socios e inquilinos de las abejas. Hoy los polinizadores y los microscópicos arácnidos conviven bajo un mismo techo como si se conocieran de toda la vida.
A los cuatro años, en 2014, la fundación Ricola y la Universidad de Pamplona se fueron. El objetivo del proyecto estaba cumplido: capacitar a la comunidad para que en adelante caminaran solos en el arte de la meliponicultura. Desde el último año de la investigación en La Ceiba ya se habían producido las primeras gotas de miel. El proceso fue lento pero lleno de aprendizajes. En ese momento comenzó para Delio Suárez Gómez y sus paisanos un reto aún mayor: darle forma a una asociación de la cual hoy hacen parte una veintena de miembros de su comunidad y que se llama Asomegua: Asociación de Meliponicultores del Guainía.
La organización lleva nueve años trabajando en el perfeccionamiento del proyecto. Primero se asociaron con una corporación de Bogotá que les ayudó con el montaje de la página web y una marca para el comercio de la miel. Esa era la ventana para atraer turistas que se animaran a hacer la ruta de la miel en los increíbles paisajes de La Ceiba. La sociedad, sin embargo, no funcionó. Suárez Gómez asegura que él y sus compañeros sintieron que desde la organización aliada se estaban apropiando de un trabajo que era de la comunidad. Interpretó varias acciones de la corporación como una interferencia que superaba los límites de la confianza.
Entonces, junto con sus compañeros, decidió independizarse. No fue como comenzar de cero, pues la infraestructura y la producción de miel ya funciona como un relojito. Lo complejo ha sido montar una página web, una marca nueva y toda la plataforma de comercialización para la miel. Pero en eso están, intentando encontrar la fórmula para que el mundo sepa que existe un tour de las abejas que incluye un recorrido por La Ceiba, con hospedaje, comida de la región, y con la posibilidad de conocer la Estrella Fluvial del Inírida y el cerro Mavicure, una de las formaciones rocosas más antiguas del continente.
Vigilancia constante
Son las seis de la mañana de un día de julio de 2023 y Delio de Jesús, con un tinto en el estómago, inicia su recorrido de monitoreo a las 184 colmenas que hay en la comunidad. Delio de Jesús —no se había dicho hasta ahora en esta historia— es un hombre jovial que mezcla los chistes con recitales sobre el comportamiento de las abejas, esas mismas que a esa hora ya han terminado su jornada laboral. Delio es de cara ancha, piel cobriza y ojos apagados. Usa unas gafas de aumento que le dan el aspecto de un científico que está a punto de revelar sus secretos. Una abeja aterriza sobre una de las patas de la montura de sus lentes, en el momento en que posa para una fotografía.
—¿Qué es lo que más le ha impresionado de las abejas en todo este tiempo que lleva conociéndolas?
Delio de Jesús dice que le sigue sorprendiendo la manera en que estos insectos hacen reverdecer el paisaje. Desde que están en la comunidad, los árboles y las flores se mantienen por más tiempo y los frutos germinan con mayor facilidad. Es como si la tierra fuera más noble con su presencia.
A medida que Delio se acerca a una de las colmenas, las abejas Melipona marginata salen inquietas a defender a su reina. Aunque no tienen aguijón, comienzan a revolotear sobre las cabezas de los visitantes y se prenden de la ropa, como si temieran una invasión. Cuando notan que las personas se alejan, vuelven a su colmena a seguir trabajando. Esta es una de las experiencias que los turistas se llevan cuando visitan La Ceiba. Durante un recorrido guiado por Delio de Jesús o alguno de sus compañeros, se puede apreciar en todo su esplendor ese pacto de respeto mutuo entre las abejas y una comunidad que las cuida y las ayuda a cumplir con un ciclo de vida lleno de misterios, una alianza entre animal y humano difícil de explicar y que sólo tiene sentido en esa selva ahora florecida.