Algunos la consideran una virtud, otros un grupo de valores, y para otros no es más que un conjunto de acartonadas normas de etiqueta. Aunque al compararla parezca pequeña, la urbanidad es muy importante.
Para darle el lugar de virtud, se empequeñece en la comparación con aquellas que sin dudarlo valoramos como tales. Nadie cuestiona que la valentía, la templanza o el sentido de justicia merecen tal calificación, pero con la urbanidad no se es tan generoso. Se trata de una especie de virtud formal que se confunde con un valor.
Al analizarla, descubrimos que podríamos encuadrarla en un importante y precoz factor que guía las acciones y ayuda en la generación de los valores morales y éticos que regulan la vida en sociedad. Durante nuestra infancia escuchamos que hay cosas que no debemos hacer. Que esto o aquello está mal, y que de hacerlo seremos castigados por Dios o por quien tenga autoridad para aplicar el castigo.
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Como de niños no tenemos conciencia selectiva, vamos aprendiendo normas que se asignan a las diversas situaciones. Esto se resume en que las buenas maneras preceden a las acciones y tratan de conducir hacia el comportamiento adecuado. Así crecemos, colocando etiquetas y construyendo un código de comportamiento que casi siempre se basa en las normas de una generación, que se transfieren a la siguiente por medio del acto educativo.
De allí, algunos filósofos deducen que la urbanidad es una de las primeras virtudes, y que de ella surgen otras. Un aspecto característico de esta virtud/valor es que se aprende haciendo. “El uso hace a la costumbre”, como dicen las abuelas haciendo gala de la sabiduría práctica de los ancianos de su época.
Decía Aristóteles que la virtud moral nace del tiempo y la experiencia, más especialmente del hábito y las costumbres. La mayoría de las filosofías que existieron antes del siglo III a. C. proponían el aprendizaje desde lo práctico. Un empirismo que se consideraba el mejor de los recursos en el arte de enseñar.
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Y aquí, una observación: los buenos modales no son la vida. La urbanidad no es la moral ni la ética, en su máxima aplicación. Sin embargo, es bueno reconocer que es un inicio. Un comienzo tal vez pequeño, que antecede a algo mayor y que por si solo no es suficiente. No podemos confundirnos pensando que un ladrón, porque haya incorporado buenos modales y sea muy refinado, dejará de ser ladrón.
Por eso, quizás lo mejor sea considerar a la urbanidad como una cualidad de quien la ejerce y no sobrevalorarla como una virtud. Pero más importante que el debate para determinar la calificación que pueda rotularla es que cada uno de nosotros haga un sincero trabajo de auto-observación. Un compromiso con nosotros mismos que nos permita reaprender y actualizar nuestro sentido de urbanidad para con las otras personas y las demás formas de vida existentes.
Pongamos siempre en práctica la incorporación de buenas relaciones humanas, aplicando la empatía y el sentimiento de unión y colaboración por sobre antagonismos que surjan de condicionamientos o paradigmas instalados.