Atragantada por la emoción y sin encontrar palabras para describir las imágenes que desfilan ante sus ojos, la radioastrónoma Eleanor “Ellie” Arroway solo atina a decir seis palabras: “Deberían haber enviado a un poeta”.

La ya clásica frase -destinada a la eternidad- de la película Contact (1997) condensa la desconcertada sensación que invade a los hombres y mujeres que han tenido el privilegio de romper las cadenas de la gravedad y escapar momentáneamente de nuestra nave espacial llamada Tierra para disfrutar su majestuosidad desde afuera, ya sea en órbita o desde la lejanía de soledad lunar.

Ahora tan naturalizados, los lanzamientos, caminatas y demás proezas espaciales ya no incitan miradas de asombro, ni congregan multitudes nidas en comunión alrededor de un televisor. Pero alguna vez, hace no mucho tiempo atrás, estas travesías sacudían la imaginación. Primero nos conquistaron a través de la ficción y luego con el frenesí propio de una carrera (política) y de la aventura.

Cada cuenta regresiva, cada escape vertical traía consigo un clavado a lo desconocido. Cada viaje de astronautas, cosmonautas, taikonautas y turistas espaciales, revelaba una horrenda verdad: fuera de nuestro planeta, el cuerpo humano cambia. Ya sea en las varias estaciones en órbita hasta ahora construidas o en las misiones que se depositaron en la Luna, la fuerza de la gravedad es más débil, un pequeño gran desajuste que conduce a habituales dolores de cabeza, náuseas, vómitos, hinchazones.

La NASA y otras agencias espaciales buscan maquillar aquellas disconformidades pero ocurren. Los huesos y los músculos se debilitan, la exposición a la radiación aumenta el riesgo de cáncer, enfermedades degenerativas, enfermedades cardíacas y cataratas. También las paredes de las arterias se espesan en el espacio y aumen-tan los dolores de espalda.

Pero más allá de todos estos trastornos corporales, al volver la gran mayoría de esta “población espacial” confiesa un cambio mayor, más profundo, duradero: una transformación cognitiva. No importa su nacionalidad. Al regresar al planeta aseguran que ya no se identifican con una nacionalidad o cultura específica, sino que se conciben como un solo pueblo que vive en un solo mundo. Desde el espacio no se ven divisiones políticas, culturales, raciales. Solo se aprecia una frágil belleza.

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La astronauta Tracy Cadwell Dyson contemplando la Tierra desde la Estación Espacial Internacional.

“Hubo un reconocimiento sorprendente de que la naturaleza del universo no era como me habían enseñado”, reveló el estadounidense Edgar Mitchell, astronauta de la Apollo 15. “No solo vi la conexión, la sentí… Me sentí abrumado con la sensación de extenderme física y mentalmente hacia el cosmos. Me di cuenta de que se trataba de una respuesta biológica de mi cerebro que intentaba reorganizar y dar significado a la información sobre los procesos maravillosos e impresionantes que tuve el privilegio de ver”.

Con los años, este fenómeno psicológico recibió un nombre: “overview effect”, algo así como “efecto de visión general”. Fue el filósofo espacial Frank White quien lo acuñó a fines de los 80s en su libro The Overview Effect: Space Exploration and Human Evolution, luego de entrevistar a varios astronautas y comprobar que todos habían experimentado cambios profundos en sus percepciones de sí mismos pero en especial en su visión del mundo.

Al regresar al planeta, la “población espacial”, asegura que ya no se identifica con una nacionalidad o cultura específica, sino que se concibe como un único pueblo que vive en un solo mundo.

Como constató White, los viajeros espaciales al abandonar el planeta atraviesan por una experiencia eufórica, hasta espiritual, una “explosión de conciencia”, un “abrumador sentido de la integridad y la conexión acompañado de un éxtasis, una epifanía”. “La mayoría de los astronautas -indica White- pasaron por un cambio en la identidad de verse a sí mismos en relación con partes de nuestro planeta, como su ciudad natal, estado natal o país, para verse a sí mismos en relación con el planeta como un todo”.

El primero en sentirlo fue Yuri Gagarin. El 12 de abril de 1961, el cosmonauta ruso Yuri Gagarin se convirtió en la primera persona en el espacio. “La Tierra es azul”, dijo a bordo de la pequeña nave Vostok 1. “Qué maravilla. Es increíble”. Al volver, aclamó: “Orbitando la Tierra en mi nave espacial vi lo hermoso que es nuestro planeta. ¡Pueblo, conservemos y aumentemos esta belleza, no la destruyamos!”.

El astronauta estadounidense Gene Cernan de la Apollo 17 afirmó que fue “una de las experiencias más profundas y emocionales que he tenido”. “Tuve la sensación de que la Tierra es como un ser vivo vibrante”, confesó la taikonauta Yang Liu. “Los vasos que hemos visto claramente en él parecían la sangre y las venas de los seres humanos. Me dije a mí misma: este es el lugar en el que vivimos, es realmente mágico”.

Los viajeros espaciales al abandonar el planeta atraviesan por una experiencia eufórica, hasta espiritual, una “explosión de conciencia”, un “abrumador sentido de la integridad y la conexión acompañado de un éxtasis, una epifanía”.

O el astronauta alemán Sigmund Jahn, quien confesó: “Antes de volar ya era consciente de lo pequeño y vulnerable que es nuestro planeta; pero solo cuando lo vi desde el espacio, en toda su inefable belleza y fragilidad, me di cuenta de que la tarea más urgente de la humanidad es apreciarlo y preservarlo para las generaciones futuras”.

Con el tiempo, muchos se percataron de que este terremoto interior no tiene por qué ser un privilegio exclusivo de los poco más de 600 individuos en toda la historia de la humanidad que atravesaron las nubes y la atmósfera y fueron testigos de un espectáculo sin igual en el universo conocido. Esta experiencia movilizadora -tan necesaria para que la especie humana deje de autoboicotearse al destruir la naturaleza- también puede ser cultivada con los pies en la propia Tierra mediante el poder emocional de las imágenes que a diario nos llegan de los miles de satélites y misiones que envuelven nuestro pequeño rincón cósmico

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En estos retratos desbordantes de belleza, las fronteras políticas muestran en realidad lo que son: construcciones político-culturales tan enraizadas en nuestra concepción del mundo que nos sorprenden que a la distancia no estén a la vista.

Las imágenes de nuestro planeta tomadas desde el espacio nos iluminan. A medida que han mejorado y se han vuelto más nítidas y detalladas, provocan una transformación interior al aportarnos una visión general de la Tierra y su fragilidad. Son capaces de despertar en cada uno de nosotros un llamado a la acción. Nos permiten ver el planeta como es -un mundo de belleza única e irrepetible- para aprender a cuidarlo.